Vacía
Vacía.
Me miro, y no encuentro nada.
Busco en mi interior, en mis recuerdos, en el dolor, en la alegría… pero apenas noto un ligero regusto de mis sentimientos.
¿Dónde estás, alma? ¿Tú también me has abandonado?
Mis manos están flácidas, muertas. Ni siquiera la tristeza les da vida. No me queda ya ni eso. En su lugar un inmenso agujero. Nada.
Intento moverlas, mover mi cuerpo, mover mi interior, buscando una chispa, una gota, al menos un resto.
Y por fin siento el dolor. El dolor del esfuerzo, que me desgarra. La última energía me sacude e hiere por dentro. Es un dolor insufrible, que me ensordece y me aturde. Y en medio de esa confusión noto en mis manos la humedad de mis propias lágrimas, que han logrado huir de su cárcel y brotan descontroladas. Su humedad me devuelve la sensibilidad, hace resbalar mis manos por mi rostro.
En ese instante, lo entiendo.
Retiro mis manos de mis propios ojos.
Y por fin, veo.
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